En tiempos antiguos, cuando los
días aún no eran días, existieron cinco reyes y sus tronos de piedra. Estos
reyes no tenían forma, sino que se movían arrastrándose sobre sus cabezas como los
gusanos. Al moverse grababan la superficie de piedra oscura de los tronos.
Ellos dibujaron el primer rostro sobre Elyss. Lo tallaron y le pusieron unos ojos
de rubí que al abrirse susurraron “soy el trono y el poder detrás del trono”.
Aunque todos eran hermanos,
madres y padres al mismo tiempo, se odiaban y buscaban devorarse el uno al
otro. Al final sólo quedó uno y era tan pesado que se hundió en la tierra y
nunca más se supo de él. Algunos dicen que esta criatura aún duerme bajo las
arenas del desierto.
Los tronos permanecieron olvidados
hasta que llegó un noble llamado Gregory Kleynia. Este noble tenía un hermano llamado
Egrimor que le acompañaba a todos lados. Juntos descubrieron el trono oscuro y
decidieron construir un castillo alrededor de éste. La fortaleza se llamó Karabrogos
y aún hoy se alza sobre la región conocida como el valle de Kleynia, sólo que ya no es un
castillo sino una prisión.
Un día Gregory Kleynia se despertó
y respiraba con dificultad, pues su sueño había sido agitado como el de un
moribundo. Siendo tan sólo un niño Gregory perdió su juventud y se mantenía en
pie gracias a los dieciocho encantamientos que su padre le había dado. A su
lado Egrimor lo miraba con preocupación. Ya vendrá el tiempo en que mueras
hermano y ningún hechizo te salvara. Tonterías los encantamientos de nuestro
padre no pueden romperse. Pero en la
boca de Gregory, que luchaba por recuperar el aire, sólo había una saliva seca
que sabía a zozobra ¿Por qué su hermano veía padecimiento donde no la había? Al
cabo de un año la bendición de nuestro padre te habrá abandonado. ¿Y cómo lo
sabes? La noche me lo susurró. Tu caminas en los sueños desde niño, quizá tu
preocupación te ha hecho ver el fin, donde aún con dificultad respira la luz de
la vida. Se lo que te digo y se alejó con pasos taciturnos.
Gregory Kleynia se encerró en su biblioteca donde trabajó día
y noche, buscando entre pergaminos mohosos y viejos tomos, entre garabatos en
las paredes y cartas astrales, el hechizo que pondría fin a la enfermedad que
se habría paso en los ojos de su hermano. Pues él sabía que era imposible lo
que sus palabras anunciaban y también sentía, desde el día en que llegaron, una
presencia oscura que se abatía como una ola sobre Karabrogos. Egrimor por su
parte, trabajaba día y noche en los campos, y caminaba en sus sueños y en sus
sueños Gregory era un fantasma que susurraba una miasma inhumana a través de
las piedras de la fortaleza. Egrimor sabía que los primeros brotes y las últimas
hojas tienen propiedades curativas, como sólo puede tenerlo aquello que está al
final y al comienzo de la vida, tocándose en el punto oscuro donde surgen las
cosas. Le llevaba caldos todas las
mañanas, preparaciones que sabían los dos no salvarían a nadie pero harían más
fácil y tranquila la muerte. Gregory se hartaba de los cuidados de su hermano y
con el tiempo llegó a ver en su presencia a la muerte misma. Comenzó a cavar en
la tierra, y arañaba las paredes tratando de encontrar algo que devolviera la
cordura a su hermano antes de que él la perdiera. Pero con todo no halló
respuesta alguna, hasta que interrogó al trono oscuro.
Bien sabia Gregory que el trono
era peligroso, pero la desesperación le soltó la lengua, seca como el ovillo de
sus pensamientos y le preguntó -habla, ¿cómo he de salvar a mi hermano? Unos
ojos del color de la sangre, lo miraron, lo interrogaron, no como si fuera un
gusano, sino aquello de lo que se alimenta un gusano. Pero Gregory no cedió, preguntó
de nuevo. Los ojos de mi hermano sólo ven enfermedad donde no la hay ¿cómo he
de salvarlo? Y luego dudando, ¿cómo he de salvarme? La máscara de piedra estaba
tallada en el espaldar del asiento y la sonrisa que se dibujaba era intemporal.
Mi señor, no hay nada que pueda salvarlo de unos ojos enfermos, salvo cambiarlos
como se cambia un espejo roto.
Egrimor era fuerte, cuando era
joven y rebelde su padre tuvo que enviar a diez hombres para traerlo de regreso
a casa, cinco de ellos regresaron arrastrándose y uno de ellos no regresó. Su
hermano sólo necesitó un hechizo para derribarlo y para asegurarse lo ató con
cadenas a la mesa de operaciones. Gregory temblaba, si se equivocaba terminaría
con la vida de su hermano, pero si tenía exito, si lograba remplazar los ojos
enfermos de su hermano por unos perfectos, dorados y luminosos como la luz
de Dezhi; entonces todo habría valido la
pena, él le perdonaría y todo seria de nuevo como antes.
Pero no fue así, cuando Egrimor
Kleynia abrió los ojos para ver el mundo ya no los pudo cerrar. Vio el lugar
con una luz que emanaba de si y borraba toda oscuridad, toda ilusión. Vio por primera vez la isla, la montaña Argestia con su corona de
vapor capaz de derretir la noche, el valle donde los brotes crecían en los
campos y el río que nadaba gritando hacia la nada. También vio a su hermano, o
más bien, pudo ver a través de él; vio un anciano con los pensamientos de un
niño que se aferraba frenéticamente a la vida y así como Egrimor lo veía, así
lo vio Gregory Kleynia. Sus manos fueron las primeras en envejecer, luego su
cabello, su pecho se comprimió y lo arrojó al piso con un gemido de dolor, sus
piernas no le dieron fuerzas para levantarse. Egrimor vio cómo su hermano era
arrancado de sus diecisiete encantamientos que le conferían juventud eterna y con
el último, el dieciocho, el sello de la vida, se arrastraba a las profundidades
de Karabrogos como si fuera un gusano y nunca más se le volvió a ver.